SOLILOQUIO
Necesito hablar con él. Le cito de madrugada, cuando el gallo lanza al aire su canto de notas alborotadas. Llega puntual, justo en el instante en que se desperezan mis párpados.
Tengo tantas preguntas.
Acude con prisas y me apremia a acompañarle, dice que no puede detenerse, que me irá respondiendo sobre la marcha.
Primera pregunta: por qué de joven no me percaté de la severidad de su contrato.
Y por qué ahora viene a cobrar su renta.
Me mira y guarda silencio.
Le confieso que añoro los primeros cerezos, que todo ocurrió a mucha velocidad, que casi nada hacía porque todo lo dejaba “para mañana”, que la vanidad de mi juventud embotó mi vista y mis oídos.
Me quejo de que trocara en mi piel la tersura por papiro rugoso y manchado.
De que me apagase el brillo de la mirada y la dejara mate y si reflejos.
De convertir mi voz profunda en un rumor inseguro y vacilante.
De no poder alcanzar la fruta prohibida.
Iniciamos una ascensión repentina por un lugar empedrado de felicidades desvanecidas.
Mis pies se desgarran con sus aristas.
El sol se oculta envuelto en una bruma indefinida que desprende lágrimas de sal y vinagre.
Nos acercamos a lo que parece una vieja estación de ferrocarril.
Piedras cinceladas por la mano de quien me acompaña.
Al fin, él, me mira y me dice.
-Entra y agota tu prórroga. Soy tuyo mientras dure, no me maltrates. Aprovéchame.
El lugar huele a sueño y a oxido de años.
Unos pocos leen sentados en bancos de madera carcomida.
Otros escriben en viejas libretas.
Otros charlan en grupo.
Algunos, simplemente, andan por el pasillo.
Muchos sestean con los brazos cruzados y en sus cuencas huérfanas se adivinan viejos sambenitos.
Todos esperan
En un rincón hay una silla y una mesa. Sobre ella, un ordenador enchufado a la red. Me siento, quito el polvo al teclado y comienzo a escribir.
Viento de Levante