Suavemente acaricio el papel.
A través de mi yemas siento su textura, deliciosamente suave, aterciopelada.
Sosteniéndolo tiernamente lo acerco a mi nariz. Cierro mis ojos para olerlo.
Olor a nuevo, a cuadernos en el primer día de clases.
Una mezcla de frescura, de encerrado, de librería antigua, donde un viejito detrás del mostrador decía a mi madre:
- ¿algo más le hace falta para el niño señora Rosa? – con ese particular tono de voz, que solo los viejitos tienen, sobre todo los que trabajan en las librerías. Mezcla de cuento infantil, de misterio, de fábula –
- No Señor Julián, ya le he comprado todo. Gracias y que tenga usted un feliz día – le decía mi madre mientras me extendía la mano y salíamos a la calle. El olor a aquel lugar lo llevaba dentro por algunas horas.
Poso la hoja, tomo mi pluma y comienzo a escribir.
Dulce experiencia mística.
Unidad perfecta entre corazón y mente, mano, papel y tinta.
Admiración siento ante tanta disponibilidad. Pronto siempre a contener mis letras.
Letras que unas veces son dulces, otras amargas; llenas de esperanza o de desilusión; capaces de construir o destruir, letras….
Un aroma sutil se eleva, ese aroma indescriptible entre tinta y carta.
Fresco aroma que evoca historias fantásticas, despedidas desgarradoras entre amantes, soledades eternas, nostalgias perpetuas, sueños inconfesablemente prohibidos, esperanzas inalcanzables, paisajes, mares, montes, etc., etc.
Aroma que me envuelve, haciéndome concentrar profundamente.
No existe tiempo, no existe espacio, no existe distancia, solo tú, la pluma y el folio.
Pasan incansablemente los segundos, los minutos, las horas…. y yo sigo, en simbiosis perfecta. Busco, escruto, escudriño en los meandros de mi mente, verbos, artículos, sustantivos, genitivos, complementos….. escribo, leo, borro, releo, escribo… hasta expresar perfectamente mi profundo sentir.