Hay instantes en que reconozco mi instinto,
y vuelo sobre el tiempo, pesadillas de un demente arropándose en el miedo.
Así, los viajes son refugios para medir la sangre,
o días en que se esparce el hastío flotando en parcelas del alma.
Sin embargo percibo designios:
esa mano hechizando al hombre que miró su espejo,
la mesa abandonada por el arrebato de la enajenación del hambre,
y el cuerpo destrozado para que la vida reconozca su propio límite.
Cuando lo líquido de mi piel escapa,
el pálido inventario al que acudo en sitios como éste,
me enardece,
porque suena un humo triste entre los dedos,
y fatigosamente amo repitiendo frases ajenas, sin destino ni perduración.
Con los rastros de mi última sonrisa me concedo la tentación de ser otro.
G.C.