Se escuchaba a lo lejos el latir de los perros, anunciando que otra carga se acercaba. Otros condenados que entrarían a formar parte del “lugar maldito”, como lo llamaba en lo más profundo de su ser.
— “Shema\' Ysrael, Ado-nai Eloheinu, Ado-nai ehad ….” repetía incesantemente, en su corazón exhausto, extremado, dolorido.
Aquella oración que le habían enseñado en su más tierna infancia, en sus días felices en Dancing, su ciudad natal. Hacía honor a su nombre, Leví (לֵוִי devoto). Su fuerte devoción le había ayudado a resistir este tiempo de horror y tormento.
Fue más fuerte la curiosidad que otra cosa. Con dificultad se alzó y se dirigió a la entrada de Stutthof.
Estaba amaneciendo. Las nuevas víctimas habían viajado toda la noche. El sol apenas se asomaba al horizonte, parecía no querer iluminar aquella escena, que se repetía frecuentemente. Por esta misma razón se había cubierto de una neblina sutil, que hacía aun más macabro el espectáculo. El olor que fluctuaba era horrendo, mezcla de muerte, excremento, orina, sudor, putrefacción… parecía ser ignorado a causa de la situación reinante. El camión se detuvo. Se abrieron sus puertas y comenzaron a descender, voluntaria o involuntariamente todos.
Alzó su mirada al cielo. El vuelo sereno de un águila le llevó al pasado, al mundo de los recuerdos…
Gracias a su situación de catedrático de la Universidad de Danzig, había conocido prácticamente todo el mundo. Cualquiera podría pensar que no le faltaba nada y que era un hombre feliz, pero en el fondo sentía y sufría un vacío interior. Aventuras, fiestas, amores prohibidos, se cabalgaban en su mente y le hacían sentir aun más profunda su soledad.
Un día, saliendo de la sinagoga, la vio por primera vez. Una preciosa creatura que se movía mágicamente. Su hermosa cabellera negra resaltaba en su piel de porcelana, color marfil. Sus ojos ébano intenso, eran dos profundos lagos. El aroma de su perfume le sedujo. Aquella sutil fragancia, confabulándose con la brisa suave, le circundó, le abrazó y le susurró al oído: sensualidad, pasión, ternura. Le siguió.
Ella, gracias a su intuición femenina, comprendió que finalmente había atraído su atención.
¿Cómo se llama? Le había preguntado a Rosalbina, su amiga de toda la vida.
Leví, — le respondió —. Es un hombre educado, culto, con buena posición y muy guapo. Sería un excelente partido para ti, querida amiga…
Se decidió a encontrarlo. Había pensado todos los detalles.
Caminaba lenta y elegantemente, consciente de que Leví le seguía. Abrió su cartera y disimuladamente dejó caer su pañuelo. Gesto que había visto en algún film americano.
Levì vio los cielos abiertos. Apuró su paso, recogió el pañuelo, sin poder evitarlo lo olió entrecerrando sus ojos, inspirando profundamente, con voz temblorosa le dijo:
Disculpe señorita, se le ha caído su pañuelo.
Cerró sus ojos fuertemente antes de voltear. Mil voces se entrecruzaron en su interior, hasta que una voz más fuerte, le dijo: ¡Todo bajo control! ¡Tranquila! ¡Respira!
Se giró jugando con su cabellera y en ese momento sus ojos encontraron los suyos.
Diez, doce, quince segundos antes de poder proferir palabra alguna.
¡Oh... disculpe! No me había dado cuenta.
No hay nada que disculpar, señorita …..(?)
Theresa, Theresa es mi nombre.
Instintivamente las dos manos se encontraron y se dio el primer contacto físico. La mano de Theresa era tibia, suave, delicada. La mano de Leví fuerte, vigorosa, pasional; las dos se aferraron y desde ese instante comprendieron que no era solamente un encuentro casual.
Leví, — le dijo — Leví….. para servirle.
La vida les sonreía. Nunca fue problema la diferencia de edad entre ambos. Un año después se habían casado y dos años más tarde Yahveh había bendecido su unión con dos hijas gemelas: Ruth y Ester.
Theresa antes de conocer a Leví frecuentaba a Arnulf, amigo de su hermano Adir. Arnulf nunca perdonó a Leví el haberle “robado” a su Theresa. Sentía odio hacia Él. Odio que en vez de mitigarse crecía con el tiempo.
Arnulf había formado su familia. No vivía en paz consigo mismo. Su mujer después de tantos maltratos físicos y morales, lo abandonó llevando consigo a sus tres hijos.
Al estallar la segunda guerra mundial, Arnulf entró a formar parte de la Gestapo. Se distinguió por su crueldad. Convocado a una reunión en la sede central, pudo tener en sus manos la lista de los homosexuales que serían deportados a campos de concentración. Su mirada cruel se iluminó, se le presentaba la oportunidad de vengarse de quien consideraba su viejo enemigo. No dudó un instante en añadir en aquella lista maldita, el nombre de Leví, catedrático emérito de historia y filosofía.
Leví dormía plácidamente junto a Theresa. Ruth y Ester habían hecho su vida y vivían en Varsovia. De repente se oyó un fuerte ruido. Entraron en la habitación los soldados. No tuvo tiempo de articular palabra alguna. Abraza a Theresa fuertemente protegiéndola, pero un fuerte golpe en su frente, le hace perder el conocimiento.
“Shema\' Ysrael, Ado-nai Eloheinu, Ado-nai ehad” se despierta repitiendo mecánicamente la oración aprendida. Trata de entender, pero la confusión es total, el dolor agudo. Junto a él cantidad de personas, quien llora, quien grita, quien se desespera. Un par de ojos lo velan, una anciana señora que ha tenido compasión del desconocido, lo tiene en su regazo.
¡Theresa! ¡Theresa! Grita desesperadamente hasta ahogar sus gritos en lágrimas. Se acurruca abrazando su dolor, su soledad y poco a poco comprende su desventura.
¡Adonai! ¡Adonai! ¡Que sea solo una pesadilla! ¡Te ruego....!
¡Camina! ¡A trabajar imbéciles, escorias! ¡Se acabó el espectáculo!
Una voz rauca y el gruñir de los perros, le traen de nuevo a su realidad.
Con paso lento se dirige a su trabajo cuotidiano. Anhela el final del día cuando tendrá la oportunidad de poder hablar con el joven de mirada dulce, el hijo despreciado. A pesar de sus esfuerzos por sostenerlo, por animarlo, tanto dolor y humillación arrancaban lentamente la vida de aquel pobre joven, de Isajar.
“Shema\' Ysrael, Ado-nai Eloheinu, Ado-nai ehad”….
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Shema: Oración judía que comienza con la frase “Escucha Israel, El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno” plegaria en la cual, el pueblo de Israel, manifiesta creer en un solo y único Dios que los salvó de la esclavitud de Egipto.