Hector Adolfo Campa

Y me quema el frío.

Salgo a fumar, y todas las luces del edificio están apagadas. El silencio se apodera de mi alrededor, y se ve interrumpido por el ladrido de algún perro a lo lejos, por el sonido de una cama que rechina incesante en las casas frente a mí, y el romper de las olas como un llanto a grito abierto que se apaga sobre la almohada. Escucho atentamente, mientras la obscuridad de una noche solitaria me cubre por completo. Percibo cada tronido del tabaco con cada succión, el sonido de los autos que pasan en las calles lejanas, alguna puerta que se cierra de golpe, y también, el paso cansado de algún noctámbulo perdido.

 

Tras unos momentos en ese envolvente nudo de nada, alzo la vista al cielo, como añorando encontrar compañía en las estrellas, que tan solas viven las ingratas. Veo la luna blanca y plena, acompañada de su vestido de lentejuelas. Me entrego del alma a la pupila en ese contemplar, en sentir los hilos del viento de hielo rozando la piel, y perderme en el pensamiento de la soledad, con su lápiz de labios sabor sinrazón, con sus bragas de miedo y falta de candor. Por un segundo creo ser el último ser vivo en la tierra, un instante en que todo es silencio de panteón, todo a excepción de las olas que siguen sollozando estrepitosamente, y el viento que se teje entre las hojas de alguna palmera.

 

Es estando en esa desolación, en ese fatídico presentimiento de estar suspendido en un mundo vacío, que me acuerdo de ti, de tu rostro de noche estrellada, de tu cuerpo bordado por el viento más puro, veo pasar en mis nostalgias tu sonrisa embriagante, tu aroma a sexo y a febril sábado por la tarde; sigo andando con la canción dulzona de tu voz cuando tienes sueño, o el himno de batalla cuando la rabia te atañe. Me encuentro allí, rebuscándote en cada pequeño vestigio que tengo de ti, en mí. Te adoro de nuevo, en mi silencio, te amo y me impregno de todo cuanto es tuyo;  tu cabello de mil olas sollozantes, con tus piernas largas y blancas como banderas para mi desubicada patria; palpo la fina línea divisoria de tu espalda, el terso pétalo de tus mejillas sonrosadas, la fina daga de tus labios preparados para flagelar el beso, y me dejo cortar por ellos en mi desvarío.

 

Regreso a la escena en que me encontraba, veo la noche esteparia que me tiene preso desde el pescuezo hasta las entrañas; pero descubro que ya no estoy solo, que te he invocado con tanta pasión y desespero, que te siento tomando mi mano para salvarme del precipicio, o rodeando mi cuerpo con tus brazos como mantos de seda y acero.

 

Me estrello de lleno con la realidad. No estás ahí, y exhalo el último aliento de humo. Ya no hay una cama rechinante, ya no se oyen perros ladrando ni autos andantes. La luna vestida de gala sigue sola esperando a su amante que nunca llega, las olas se amontonan peleando el baile con la tierra que no las toma en cuenta. Yo arrojo el cigarrillo, miro en derredor y no estás conmigo; sólo hay soledad, sólo hay un silencio maldito.

 

De pronto una voz interrumpe mi sufrimiento, diciendo con un dulce tono sabor a tu voz «Mañana será, amor» me dice en tono tierno «Mañana estaré contigo». Sin embargo entro dolido en la alcoba, me escondo en la cama como animal herido, abrazo la nada y le doy un beso al espacio vacío «Podrá ser mañana» susurro al oído de tu ausencia «pero ahora no estás conmigo… no estás, y me quema el frío».