Te conocí en Enero.
Una palabra. Una sonrisa en blanco y negro. Plática de medianoche. Escrita con puntos suspensivos, tajantes silencios. Números que simulan ternura o miradas de reojo. La conversación versaba sobre el clima, tu huso horario adelantado al mío. El insomnio advenedizo por el cambio de turno del trabajo. Te despediste.
Nada cambió en mí ese día. No hubo empatía. No hubo la magia del amor a primera palabra, a primera vista.
Las pláticas fueron rutina de todas las noches. Temas monosilábicos, en que ambos intentábamos buscar los motivos del silencio ajeno. Buscábamos en los espacios en blanco, las razones de su soledad. Y nunca hubo nada más evidente que nuestra incapacidad para confiar. Esa incapacidad fue nuestro hilo. El hilo que empezó a hilvanar nuestra historia.
El primer indicio de ternura fue una trivialidad. Ternura que hubiera sido imposible conseguir si hubiéramos sido dos personas diferentes las que se hablaban. Éramos dos serios, dos personas serias que aprendieron a reír. El uno con el otro. Juntos, con nuestros verdaderos labios. Con la parte real de cada uno, que busca contacto, mediante ese efímero mundo idealizado.
Éramos dos personas serias que habían encontrado la sonrisa, en los labios del otro...