Ya no estas aquí, desnuda, sobre las sábanas blancas
de esta cama llena de tantos deseos. Veo tu cuerpo,
liso y rosado transfigurándose en el espejo, y mi cuerpo
que fue total territorio de tus besos está lleno de recuerdos
de tu anhelante pasión que entregaste en sudorosas batallas
en largas noches de quejidos, sonrisas y ruidos de cuevas interiores.
Veo tus pechos que ofrecías sonriendo a la palma de mi mano,
que eran como pájaros pequeños acurrucados en el calor
de la piel sudorosa que esperaba tocarles. Mis dedos eran
cinco barrotes que encendían la corola dura de carne dulce.
Veo tus piernas blancas, conocedoras de mis caricias, que apretaban
fuerte, nerviosas de sus gozos abriéndome el sendero de la perdición
que se ubica en el mismo centro de tu flor, cubierta de suave vegetación
como el monte, donde tuve muchos sordos combates arraigados en el gozo,
destacados por inmensas descargas de fusil y gritos primitivos.
Me veo y no me estoy viendo, espejo de luz que se extiende doliente
sobre esta soledad de mi dormitorio, y quiebro el espejo rosado,
dejando el molde hueco y la lámpara buscando su otro hemisferio.
Llueven copiosamente sobre mi cara esas imágenes tuyas, de ese lejano
amor, mientras me cobijo, con todas mis fuerzas y con toda esperanza
que al dormir vea que la realidad de tu ausencia es solo una pesadilla.