Sería hermoso que alguien se muriera por ti y tú asistieras
de incógnito a su entierro,
¿te imaginas?
Los que nunca escribieron ni una línea arriesgando por ti,
quienes nunca apostaron un centavo por ti
son los primeros,
se les nota en el gesto, en la ojeras teñidas
con residuos de otoño,
compungidos, llorosos, consternados,
los primeros, repito, en abrazar a tu viuda y consolar a tus hijos.
Y está bien, de verdad, está muy bien
que la gente se acerque hasta tu casa sin usar el cuchillo
y es que siempre será de agradecer que no le vean a uno
con el rostro del otro,
con la lengua y los dedos y la angustia del otro,
sin embargo te extrañas
y entre ellos
no ves a quienes iban contigo pavoneándose a los bailes de disfraces,
no están quienes leían tus versos y aplaudían
tu poética absurda
y te piensas
que tal vez se hayan visto sorprendidos en un corte de tráfico,
estas cosas ocurren y por ende
lo que fuera evidente no lo es tanto.
Pero aparte de esto,
lo que más te sorprende es constatar hasta dónde
morirse abre los ojos a los muertos.