Aquí,
junto al seto de adelfas, había un árbol
y debajo del árbol
casi siempre
un viejo inverosímil, de esos viejos
que se fían tan sólo de las horas que marca su reloj de bolsillo.
No puedo asegurar que fuera él quien se trajo de un lejano país las golondrinas,
pero sí os aseguro que no puede pensarse en un verano
y un domingo a las siete de la tarde
sin el viejo y su silla,
sin sus dedos raíces apretando un cigarro y maldiciendo
de esa puta costumbre que tenía los muchachos
de pasar a su lado sin dar los buenos días.
De vez en vez pasaba una señora
-yo creo que a propósito,
seguro que a propósito-,
de esas buenas señoras que después de una cópula se ponen a hacer gárgaras
y se lavan los dientes con ácido carbónico
y el viejo se empinaba,
se arreglaba la gorra y con la gracia de un fakir con bigotes le decía
dónde va esa hermosura y la señora
sonreía y callaba mientras él
prolongaba en sus ojos las simas del escote.
He pasado la mili, el sarampión y las ciudades de los números primos
y aquí
ya no está árbol,
ni se quedan mirando los chavales cuando vienen del fútbol,
ni hay señoras buenísimas con el viento cosido a sus caderas,
ni la silla,
ni el viejo,
por no quedar no queda
ni un domingo a las siete de la tarde