Se sumerge el buzo
pescador de perlas
traspasando la superficie
ondulada del mar.
Sin ocupar artilugios se hunde,
en su trayecto casi vertical,
dejando los haces tenues
de los rayos de luz que se quedan detrás.
Baja a profundidades
que de inmediato cierran
las aguas que ha pasado ya
cortando con su cuerpo el mar.
Donde la luz es un vestigio apenas,
llega y comienza a hurgar casi a ciegas
palpando en la arena; se corta un poco.
Y un poco sangra al tocar,
los filos de una roca sumergida,
y a tientas consigue diferenciar texturas,
quizá algún pez que se aventura a pasar
nadando con soltura.
Toca aquí, toca allá,
apenas sus ojos miran en la profundidad.
El tiempo que pasa en el fondo,
comienza a ser vital.
Y el buzo con fatiga apenas puede alcanzar,
la ostra que busca y empieza a forzar
las valvas de la concha donde la perla escondida está.
Se asfixia lentamente,
parece que se ahoga,
el aire le falta ya.
Y en un esfuerzo último,
las valvas de la ostra logra separar.
Con sus dedos tullidos logra tocar la perla.
La joya preciada motivo de su afán.
Exhausto y victorioso
la consigue arrancar del lecho
donde reposa.
No se atreve a mirar,
ni puede
en medio de tal obscuridad.
La tiene, lo sabe.
Y antes de sucumbir
emprende el nado de regreso,
llevándose la perla que descendió a buscar.
Carlos Fernando ®