Una botella casi vacía de vodka, una baraja de cartas y una cajetilla de cigarrillos era todo lo que acompañaba a aquel bohemio estudiante en su pequeño y desordenado cuarto durante la noche eterna. El estudiante, fumándose el último cigarrillo, mientras miraba las caprichosas figuras que el humo formaba y se desvanecían, encendió la grabadora. Comenzó a sonar el acordeón, esa música, en aquel instante lo sumergió en sus recuerdos, cuando sintió que lo que ahora vivía no valía lo que había vivido antes.
Hubo un silencio abrupto, casi molesto que, al cabo de un rato cesó. Entonces él comprendió que ése silencio los unía lentamente, en un lugar que ella alguna vez llamó alma.
Una vez en su cama, aquél estudiante jamás volvió a sentirse solo durante sus sueños, ya que el silencio lo comunicaba en un lento y dulce lenguaje, el lenguaje del alma.
A partir de entonces, él -inconscientemente- buscaba ese silencio en cualquier parque apenas habitado por una paloma, en las noches frías y dónde la vida parece acabar, entendía su significado y comenzó a hacer de esos silencios melodías...