Nos bebiamos
cual sedientos peregrinos
que cruzan el desierto,
nuestras pieles se doraban
bajo el Sol y con la Luna
-con tanto calor-.
Nos mirábamos,
¡ah sí, cuánto nos mirábamos!
Las caricias sin manos
-tan sólo con los ojos,
con el pensamiento-
hacían de nuestros momentos
instantes callados
de letargo y de pasión
posible lo imposible
poseerte sin tocarte
beberte en un solo trago
y luego
luego saborearte.
En Viajera sin Rumbo II
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