Esa tarde llovía y me pediste:
ven conmigo, quiero ver a mi padre.
Recuerdo como a un taxi me subiste,
esa foto hoy la guardo sin descuadre.
Tres ramos, tres, llevabas tú en las manos,
el silencio inundó todo el trayecto,
ni siquiera en el mismo nos miramos
distraerte no quise ni un momento.
Era muy lejos, pero al fin llegamos
a un llano donde estaba el cementerio,
inclinado, con tapias a ambos lados,
silencioso y tan lleno de misterio.
Un parque era donde la desigualdad
había fenecido, había muerto,
pues que en ese lugar, en ese huerto,
sólo sobresalía la humildad.
Una piedra era allí multiplicada
en miles de parterres descubiertos,
con fino tiralineas alineadas,
sólo un número y del finado un texto.
El once y treinta y tres, era ese el nuestro,
que después de un buen rato lo encontramos
meditamos, una oración rezamos
recordando a quien fuera un gran maestro.
De vuelta ya la noche apareciendo
pensamos lo cortita que es la vida,
tu padre ya se fue, y en la corrida,
nosotros tan deprisa envejeciendo.