Debajo de mis manos crece la caricia que una vez guardé, y el tiempo acudió para borrarla;
y también las indispensables cosas que nos hacen sentir únicos:
un libro, la llave vieja, esa canción a lo lejos.
He crecido frente a mis propios polvorines,
como un pez que llora frente a su sombra.
Ahora sé que los dioses también temen.
Cuando quiero llamarte mi cuerpo se incendia en el cielo instantáneo de la duda.
Pero el tiempo es una garganta que ahueca tu nombre,
o lo retiene para compartirlo con las aves que despejan el verano.
Eres mi trago parroquial, amado,
y esos jirones como última chance.
Mi alimento son hojas que cayeron del universo el día en que te conocí.
G.C.
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