No quiso resistirse a los gritos del alma, empapándose en la tormenta que azota y recrudece en el pecho.
Encontrarse en el aura del amor, perderse entre sus besos «en la quietud de la noche, al compás de su cuerpo» y olvidar el frío de la ausencia «para quemarse con el fuego de sus manos», fue el renacer del brillo en la alameda y secarse las raíces de un ciprés que usurpaba el lecho de las rosas.