Poemas de Camilo

TARDE DEL JUEVES SANTO EN CASTILLA

L A   P E D R A D A

I

Cuando pasa el Nazareno

de la túnica morada,

con la frente ensangrentada,

la mirada del Dios bueno

y la soga al cuello echada.

 

El pecado me tortura,

las entrañas se me anegan

en torrentes de amargura,

y las lágrimas me ciegan,

y me hiere la ternura.

 

Yo he nacido en estos llanos

de la estepa castellana,

cuando había unos cristianos

que vivían como hermanos

en repúblicas cristianas.

 

Me enseñaron a rezar,

enseñáronme a sentir

y me enseñaron a amar;

y como amar es sufrir,

también aprendí a llorar.

 

Cuando esta fecha caía

sobre los pobres lugares,

la vida se entristecía,

cerrábanse los hogares

y el pobre templo se abría.

 

Y detrás del Nazareno

de la frente coronada,

por aquel de espinas lleno

campo dulce, campo ameno

de la aldea sosegada.

 

Los clamores escuchando

de dolientes Misereres

iban los hombres rezando,

sollozando las mujeres

y los niños observando.

 

¡Oh, qué dulce, qué sereno

caminaba el Nazareno

por el campo solitario

de verdura menos lleno

que de abrojos el Calvario!

 

Cuán suave, cuán paciente

caminaba y cuán doliente

con la cruz al hombro echada

el dolor sobre la frente

y el amor en la mirada!

 

Y los hombres abstraídos,

en hileras extendidos,

iban todos encapados

con hachones encendidos

y semblantes apagados.

 

Y enlutadas, apiñadas,

doloridas, angustiadas,

enjugando en las mantillas

las pupilas empañadas

y las húmedas mejillas.

 

Viejecitas y doncellas

de la imagen por las huellas

santo llanto iban vertiendo...

¡Como aquellas, como aquellas

que a Jesús iban siguiendo!

 

Y los niños admirados,

silenciosos, apenados,

presintiendo vagamente

dramas hondos no alcanzados

por el vuelo de la muerte.

 

Caminábamos sombríos

junto al dulce Nazareno,

maldiciendo a los judíos,

“que eran Judas y unos tíos

que mataron al Dios bueno”.

II

¡Cuántas veces he llorado

recordando la grandeza

de aquel hecho inusitado

que una sublime nobleza

inspirole a un pecho honrado!

 

La procesión se movía

con honda calma doliente,

¡qué triste el sol se ponía!

¡Cómo lloraba la gente!

¡Cómo Jesús se afligía!...

 

¡Qué voces tan plañideras

el Miserere cantabas!

¡Qué luces que no alumbraban

tras de las verdes vidrieras

de los faroles brillaban!

 

Y aquel sayón inhumano

que al dulce Jesús seguía

con el látigo en la mano,

¡qué feroz cara tenía!

¡Qué corazón tan villano!

 

¡La escena a un tigre ablandara!

Iba a caer el Cordero,

y aquel negro monstruo fiero

¡iba a cruzarle la cara

con el látigo de acero!...

 

Mas un travieso aldeano,

una precoz criatura

de corazón noble y sano

y alma tan grande y tan pura

como el cielo castellano,

 

rapazuelo generoso,

que al mirarla, silencioso,

sintió la trágica escena,

que le dejó el alma llena

de hondo rencor doloroso.

 

Se sublimó de repente,

se separó de la gente,

cogió un guijarro redondo,

mirole al sayón de frente

con ojos de odio muy hondo;

 

parose ante la escultura;

apretó la dentadura,

asegurose en los pies,

midió con tino la altura,

tendió el brazo de través;

 

zumbó el proyectil terrible,

sonó un golpe indefinible,

y del infame sayón

cayó botando la horrible

cabezota de cartón.

 

Los fieles alborotados

por el terrible suceso,

cercaron al niño airados,

preguntándole admirados:

¿Por qué, por qué has hecho eso?

 

Y él contesta agresivo,

con voz de aquellas que llegan

de un alma justa a lo vivo:

–“¡Porque sí; porque le pegan

sin hacer ningún motivo!”

 

III

 

Hoy que con los hombres voy

viendo a Jesús padecer,

interrogándome estoy:

¿Somos los hombres de hoy

aquellos niños de ayer?

 

Gabriel y Galán