Ha llegado la muerte en su fiero corcel
con sus dientes de fuego y profundas ojeras,
viste negra mortaja, arrastra unas cadenas,
y un halo fúnebre orla su calavera.
Ha venido ha cobrarle la deuda de la vida,
a recoger el cuerpo que le fue prestado,
su más grave delito fue su existencia;
en este mundo fue sólo un inquilino.
Terco don Sacramento la enfrenta en gran combate
defiende su pellejo con bravura innata;
la maldita sonríe, con risa tenebrosa
descargando con furia mortales guadañazos.
Se acerca un ataúd sobre hombros heridos,
ya lo vio de su lecho sin mirarlo,
“mi caja es muy bonita y me gusta el color”,
dijo, mientras sus ojos se inundaban de lágrimas.
Él no quiere partir por esa senda oscura,
él no quiere dejar viudas a las cantinas
ni abandonar su coca, sus aventuras locas
ni dejar de ver el sol entrar por la ventana.
Los checos apenados laten incansables,
canta la gallareta y se crispa la noche,
un olor a tabaco perfuma el ambiente
y llora cual deudo un negro moscardón.
Esta noche es más negra y tenebrosa
mientras el cuerpo exhausto agoniza,
el alma recoge sus pasos y recuerdos
por los hondos caminos del misterio.
Pelea el moribundo, delira, se fatiga;
es áspera su voz, inmóvil su mirada.
“Que lo llamen, está sufriendo el pobre”,
murmura una anciana, sentada en un rincón.
Y cuando el llamador da el tercer grito
se cerraron los ojos, quedó yerto,
con los puños aún en pie de lucha
como mueren los hombre que no mueren.