Debe apagarse la llama de amor que hiela las manos sin piel;
que ciega los labios, al secarse esperando la humedad de otros labios;
y que inquieta el pecho, si saciado de su néctar está el corazón.
Que convierte en cenizas la razón, ardiendo en locura el sinsabor:
mirar el viento y abrazar la tierra, tratando de alcanzar el canto
de un ave en libre vuelo, celosa del rocío de rojas saetas;
detener la riada del magma por los caños, que quema las entrañas,
moja picos, campos y cavernas, en la soledad de albas y ocasos.
Debe apagarse la llama de amor, antes de que se haga tempestad
la brizna de nostalgia que lacera el pecho y se haga vida, la muerte.