No fui yo quién la buscó en aquel lugar
sino que fue mi juventud y la suya, a las
que encontró el azar.
Era un camino lejano, el que tenía que andar.
No me arredraba la distancia,
porque la ilusión pudo más
que todo aquel tramo, que tuve que caminar.
Por unos raíles sin final
empezó la aventura hacia mi nuevo hogar.
Era un intrépido muchacho
cuando un primer tramo
con el tren tuve que atravesar.
Allí, al bajar, en aquel andén solitario,
vi, cómo del punto más prominente del lugar,
llegaba hasta mí, el hálito de un acervo
clerical, que dejándose rodar,
anegaba gran parte de aquella ciudad.
Crucé la huerta entre aromas de azahar.
Anduve monte arriba, tras el frescor mediterráneo,
de un renaciente otoño que acababa de despertar.
Por su enjuta y serpenteante carretera,
pisando el viejo asfalto, colmada de vaivenes
y por sus costados, de agostados altozanos,
allí, el almendro en invierno florece
ante un sol radiante, que transforma aquella
bendita tierra, en un vergel floreciente.
Sin conocer a nadie, entre los más humildes del lugar
encontré la generosidad de unas familias
que con sus manos, abrían surcos en la tierra
y para que a la boca llegara algo qué masticar,
al ganado dedicaban la vida entera.
A cambio de nada, me dieron su amistad,
me acogieron y como a un hijo me ofrecieron su pan.
Fue el destino el que guió hábilmente aquellos
días y noches. De allí surgió un sincero cariño,
aportamos cada uno las brasas de la ternura,
llegamos a ser un magnánimo grupo,
algunos de nosotros algo más que amigos.
No sé, cómo ocurrió, pero quizás una mano
sarmentosa, roció de fría escarcha la llama que
había avivado aquel afecto de palabras,
juegos y de atracción.
El tiempo ha pasado efímero, por eso hoy
a vosotros os digo:
A los que de verdad fuisteis amigos,
que aunque la distancia parezca un espacio
infinito , ahí, en ese lugar donde ahora habitas
y habito, como un lucero encendido, se encuentra
nuestro latente corazón, sin que exista el olvido.
El viento no se ha llevado aquel calor para siempre,
porque aún queda en un hueco del corazón,
las vivencias que en ese lugar dejamos unidos.
Allí, detenido en un marco vespertino
quedó parte de nuestra juventud, una época
de alborozo, sosiego, amistad y cariño, como un
resplandor que en el cielo deja un rastro indefinido.
Nadie de esta tierra lo borrará, tan solo el tiempo
se lo llevará consigo.
Tú, que ya tienes como yo, un largo trecho recorrido
y aunque no seamos asiduos, sí tenemos como en
aquel entonces, el uno con el otro, un brazo sobre
nuestro hombro extendido. Porque fuimos y seguimos,
—aunque no lo parezca—, siendo amigos.
Ahí está, queramos o no, para recordarlo con tristeza
y júbilo. Con profunda melancolía, porque como
otros muchos, aquellos momentos quedaron impresos
en una página de nuestro álbum de fotografías.
Ha pasado el tiempo y aunque nuestras fisonomías
han borrado cualquier atisbo de lo que éramos,
quizás la historia en un nuevo escenario retorne el tramo
caminado en aquellos días, y en un incomparable
escenario de luz, se reencarne nuestro retrato.
A ti, amigo,
altruista, dicharachero, bonachón.
Sí, a ti te digo, carpintero, empresario o qué sé yo.
Aun veo, aquella casona escondida, alejada de la
zona urbana. Aquella estrechísima y cuarteada calzada
y aquel camino sin asfalto que llevaba hasta tu casa.
Esa casa olvidada, entre erosionadas lomas y desérticas
cañadas, sin alcantarillado, sin luz, sin agua, a la que en
algunas ocasiones a pasar la noche me invitabas.
Y allí, dedicada a las labores del campo, al cuidado
de los animales y a las tareas de la casa, por momentos
resplandece por mi mente la figura de una mujer espigada,
entregada en cuerpo y alma a sus hijos, hija y nietas.
Recuerdo aquellos domingos que en armonía, a su mesa
me sentaba.
Y junto a ella, la silueta de un infatigable campesino
con piel de tierra agotada por el sol y el viento. Tragado
por la ingrata boca del campo y de una vida dedicada
a apacentar el ganado, para mantener su casa.
Y a ti, ¡cómo no, herrero!
Artista de la forja, artesano del fuego, el martillo y las tenazas,
generoso en el esfuerzo y en la vida cotidiana.
Aún oigo los golpes sobre el yunque,
la maza sobre el hierro candente saliendo de la fragua
y emanando llamaradas ante tus ojos ardientes.
Aún veo, el hollín tiznando tu cara, tus manos encallecidas,
compactas, pero tiernas como piel de manzana.
Y esa casa bajando la cuesta, a esa mujer menuda,
pero de corazón grande como una montaña que tanto
cariño os daba. Y a ese hombre devorado por los
surcos de la vida, por las glebas que en el campo levantaba
y que tantos, y tantos buenos consejos te daba. Y a tus
hermanos y a tu hermana, que tan gratos momentos con
vosotros pasaba.
Y a ti también, hostelero, audaz emprendedor, aguerrido
compañero del deporte del balón.
Porque sois y porque fuisteis buena gente.
Gracias,
por compartir…
por quererme.