Érase una vez un país lejano,
donde no había aeropuertos
ni transportes urbanos,
rodeado de montañas
y por selvas aislado,
con un pacífico pueblo
de hombres honrados.
El rey que gobernaba
con justicia la comarca,
no tenía ambiciones
ni deseos malvados,
él era feliz con su esposa
(rubia y blanca)
y con los cinco hijos
que Dios les había dado.
Pasaban apacibles
y felices los años,
gobernantes y súbditos
todos mezclados;
al cumpleaños del rey
seguían dos días feriados,
y la farra total
pagaba el Estado.
Crecían los príncipes
entre algodones de amor,
Guillermo, Josefina,
Jorge, Juan e Inés,
el heredero sería
el que fuera mejor,
y eran todos instruidos
como futuro rey.
Nadie se dio cuenta
ni nadie supo cómo
los celos y la envidia
entraron en Inés,
arrastrando a su partido
al pequeño Juan,
dividiendo al país
y a la familia real.
Se armaron dos ejércitos
en un momento fatal,
y el rey no acertaba
la solución final.
El resto de la historia
todo el mundo conoce,
periodistas viajaron
hasta la capital...
se construyó una ruta,
también un aeropuerto,
con los servicios prestados
de una multinacional.
Hoy figura en el mapa,
está en las estadísticas:
“País Convulsionado”
(como tantos que hay).