Una vez soñé un mundo de utopía,
donde la primera condición
era que el dinero no existía
(ese pedazo de papel
por el que tantos dan la vida)
Cada uno en su casa se placía
(o en su chacra o en alguna fábrica)
haciendo aquello que quería
con todo el corazón.
Todos cantaban mientras trabajaban
y no se daban cuenta que superproducían.
En este mundo (tal vez loco) coloco
la siguiente fantasía:
A los vecinos todos enviaban sus hijos,
portando en carretillas
sus obras que excedían
(¡entonces a nadie faltaba nada!)
Algunos sólo cantaban (todo el día)
pero para hacerlo se paseaban
de villa en villa... y todos los demás,
oyéndolos, se complacían.
Zapallos, melocotones, sandías,
radios a transistores, poesías...
los niños alegremente repartían
mientras jugaban a la vida.
Y un Dios enorme, infinito, de amor,
se contentaba entendiendo
que sus hijos en la tierra
¡por fin lo comprendían!
Y Dios, feliz, en el cielo... ¡aplaudía!