Me vi reflejado en tus intensos y hermosos ojos. Tu mirada me acariciaba despacio, sin prisas, con antojos.
Me sentía completamente embrujado ante tu observar atrevido, penetrante. Un momento exclusivo. Intenso aquel instante.
Tus pupilas dilatadas me ofrecieron dos lagos profundos, serenos, misteriosos, trasparentes cual manantiales fecundos. No pude resistir la tentación y temblando de pasión, me sumergí en lo profundo, desnudo, dentro de tu mágico mundo.
Tu iris transparente me envolvió en un rayo claro, acogedor, esplendente. No he visto en mi vida un color tan hermoso, tan luciente.
No hicieron falta palabras en tan profunda comunicación. El silencio elocuente, fue más que suficiente, en tan sugestiva ocasión.
Tuve miedo de estañar, no sea que fueras solo una ilusión, una falsa pasión que me había de engañar.
Extendí temblorosamente mi mano. Toqué tu hermoso y fresco rostro. Ninguna seda en el mundo tenía tan fina textura, ¡Oh! hermosa creatura.
Al tocarte me percaté que no eras un delirio o un sueño. Cerré mis ojos, cual niño risueño. Palparte quise con la yema de mis dedos, superando todos mis miedos, gozando cual salvaje y libre potro, cada detalle de tu angelical rostro.
Nuestros labios se acercaron lentamente. Nuestro respirar muy agitado al compás de nuestro corazón excitado. El tiempo se detuvo. Nuestro idilio se mantuvo. Te estrechaste a mi pecho, cual fresca y verde hiedra. Existimos solos tú y yo en la faz de la tierra.
Nos besamos. Nuestras lenguas se abrazaron, nuestros sabores se mezclaron. Compartimos nuestras esencias y en ese momento comprendí, sin ningún tipo de apariencias, que sería tuyo, con fuerza, con temple, hoy, mañana y siempre.
Así nació nuestro amor, de un mirar atrevido, de un encuentro en un beso concluido, que fue solo en comienzo, de un sentimiento intenso, por Dios eternamente bendecido.