Cómo olvidarme de esa pequeña mujer que fuiste un día. Vos medias la mitad en todos los sentidos; tus pechos eran menos; tu cabello era menos; tus curvas eran planas; tus piernas eran la mitad de lo que son ahora y esa intrépida sensualidad de la que hoy gozas, era apenas una suerte lejana de modelo de revista, de esas a las que vos seguramente admirabas en secreto.
En ese tiempo de mitades; de pelo corto y de grandes ilusiones, recuerdo que pasaba sin excusa por tu casa, fingiendo no saber que ahí vivías, queriendo verte en medio de esas improvisadas casualidades que yo inventaba. Iba de arriba a abajo, de abajo a arriba, preguntaba en las tiendas por el precio de las chocolatinas y en las heladerías por el costo de un cono con dos bolas helado. Eso porque en la casa le escuchaba decir a mi mamá en medio de las charlas que mantenía con sus amigas, que un hombre no debía llegar nunca con las manos vacías.
¡Cuántas veces estuvimos juntos sin estarlo! A media cuadra de tu casa, aguardaba nuestra cita: un saludo, un abrazo, una invitación y una larga charla sobre nuestras vidas. Al despedirnos, un beso en la boca como dos viejos enamorados y una sonrisa cómplice de leche para calmar las tensiones que causan las separaciones cuando uno de verdad quiere al que lo acompaña. Ese era yo, la mitad del hombre que soy ahora con más de la mitad de los sueños que me quedan.
A mí no me importaba que vos fueras pequeñita, ni que tu pecho tuviera las mismas medidas que tu espalda. Uno de niño no se fija en eso. Yo en ese tiempo rifaba las monedas de los mandados por ver esos dientecitos blancos. En ese tiempo, a vos nadie te miraba y yo en cambio, te miraba mucho: con los ojos y con las manos. Y te seguía con los pies por esos caminos que no comprendía y que nunca comprendí. Mi amor por vos tenía melodías de piano triste; de esas que logran exaltarlo tanto a uno, que cuando se acaban, uno no sabe si sentirse feliz o deprimido.
Pero cuando te pasó el tiempo de mitades y te convertiste en una mujer como esas modelos de revista, todo el mundo te veía, todo el mundo te admiraba. A mí me seguía sonando la misma melodía de piano. Yo me seguía imaginando el posible encuentro, mientras que vos seguías caminando por las calles robando suspiros y piropos de los buenos y de los malos. Así es la vida, uno muere anónimo en nombre del amor no declarado o muere fusilado en el acto valiente de revelar los sentimientos que uno se guarda. Yo fui un cobarde que se mató callado. En nombre del amor y de la infancia, a usted de pequeña, le confieso que la amo y que me suena en la cabeza esa melodía triste cuando la recuerdo. Pero a usted, completa, no tengo nada que decirle. Por eso, le pido encarecidamente que cuando lea esta carta, lo lea con los dientes lechosos, los pechos planos y los ojos inocentes de la niña que yo amaba.