Puede ser, que al mirar a través de distintos
cristales se contemple el sombrío paisaje
que conspira constante en nuestra memoria
y hacia los canales de la tristeza empuja,
con rumbo a una laguna de harta melancolía.
Dejar que la hiedra abrace ventanales,
tratando de cegar los débiles matices,
es cincelar lo agrio en profuso horizonte,
ceder a sus raíces que agrietan los muros
que se erigen creando fortalezas, al ritmo
de troncos con melenas de esmeraldas, ceñidas
como hilachas de luz que atropellan las sombras.
Un paso atrás no está negado, cuando
sea determinante quitar la piel de zapa,
de las sensaciones que se labran sombrías
en las fibras ocultas, susceptibles e hirientes
que llevan a inventar inconsciencia y tormento.
Desnudarse -total- de la piel de zapa
que lastima y evita encontrar el cristal
límpido que evidencia los hermosos matices
de un paisaje afligido por la tenaz ceguera
que extrae sinrazones y cava sinvivires.
Otra piel de zapa, mágica, que no encoge
cuando vacuos deseos se sienten cumplidos
sino que se hace áspera, se estira ante el olor
de la melancolía y la desesperanza,
la que abraza y abrasa al ser alicaído.
Como piel de Balzac, absorbe la energía
vital de quien a ella -su magia- se somete.