Te vi directamente a los ojos.
Te acercaste y me besaste lentamente.
Contrariamente a lo que pensaba tus besos eran cálidos y dulces.
Me tomaste en tus brazos y lentamente comenzaste a volar.
Sensación profunda en mi ser sentí. Algo de mí quedaba, mucho de mi contigo se andaba.
Extendí mi mano y acaricié tu rostro. Hermoso, fresco, el rostro de un ángel del cielo. Como los que tantas veces admiré, contemplé, en infinidad de basílicas, iglesias o templos.
Nada era como lo imaginaba, como me lo habían presentado en mi más tierna infancia, en mi tímida adolescencia, en mi asentada madurez.
Tus vestiduras no eran negras o tu cara una calavera. No tenías una hoz en mano, ni lúgubre tu presencia. Color, brillo, vida, abundancia, olor fresco a rosas en su pura esencia.
En mi mente pasaron tantos episodios pasados, momentos sentidos, sufridos, en fin, vividos.
Tengo frío – le dije a aquel ser fantástico –
Me abrigó con sus alas, mientras continuaba su vuelo.
De repente escuché su voz profunda y dulce. Con alguien hablaba, no con mi persona. Mensaje que no entendí, solo sé que en lo profundo de mi ser lo viví.
Mirome tiernamente. Su vuelo detuvo.
No es el momento – díjome con voz queda – Mucho aún te queda - Sentí en su voz emoción –
¡Regresa! todavía tienes que terminar tu misión.
Abrí mis ojos, una luz de lámpara me encandiló, quise hablar, mas fue imposible.
Me sentía tan cansado, completamente agotado.
¡Gracias a Dios! – esta exclamación escuché – lo hemos recuperado.
A mi alrededor percibí alegría, rumores metálicos, gente que iba y venía.
En un instante comprendí todo lo sucedido. Ahí estaba tendido, inerme, indefenso, dolorido pero contento en mi ser, dando gracias por este renacer.