La noche inaudita como la muerte se presenta ante mis ojos, con su gran manto negro me cubre y su estela de luces me envuelve, mi cuerpo se resiste, se niega a descender, mis súplicas se adelgazan como huellas de gaviotas sobre las playas porque ellas en su actitud inexorable me conducen por aquellos caminos cubiertos de murallas rocosas donde el frío penetra cada parte del ser, el miedo me corroe, los pensamientos caen como hojarasca sobre la tierra, mis pasos que ante fueron ligeros como gacelas ahora tienen el granito del titubeo y la cautela, hay antipatía por todo, navego por las aguas turbulentas a la deriva en la sorda linterna de una neblina espesa, todo se derrumba, nada logra mantenerse en pie, cae la dulzura de mi mirada, el encanto y la magia de las sombras, cae mi cuerpo sin sosiego en esa oscuridad devastadora, me deja desorientada lo frágil, limitado y perecedero de la vida, la disquisición del tiempo en su infinitud de acantilado me perturba y me pregunto por qué no puedo vivir como la infinidad del tiempo, tiene que haber un error me repito, cuando el entusiasmo caduca y la alegría se vuelve un murmullo poco comprensible al darme cuenta de que el descenso de mi partida es inevitable.