kavanarudén

ES POSIBLE

 

 

 

 

Lo que verdaderamente hace la diferencia entre los seres humanos no es evidente.

Es algo escondido, algo que llevas dentro y no tienes necesidad de demostrarlo a nadie. Es tu valor, algo tan tuyo que compartes sin pretenderlo.

 

Cada uno de nosotros lleva dentro una historia, un pasado que poco a poco ha ido forjando nuestro ser. Algunos esas historias pasadas los han sepultado, anulado para siempre, siendo infelices. Otros han podido resurgir de sus propias cenizas ¿Qué o cosa ayuda o destruye? Es simplemente un misterio. Yo, como creyente que soy, lo llamo Dios.

Alguien que te quiere y aprecia que: “aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me recibirá en sus brazos” (Sal 70,10) Aunque si eres rechazado, al nacer, por no ser lo que querían tus padres, Él te quiere y acepta sin condiciones. Fue él que quiso que estuvieras en este mundo.

 

Tenía en mis manos todas las cartas, desde el momento de mi nacimiento, para perder. Jugar un juego perdido desde el comienzo y sin embargo, puedo decir con orgullo que gané. No sin antes pasar por el crisol del sufrimiento, del dolor, de la violencia; del perdón, sea personal y hacia otros. Gracias a todo lo que viví, soy lo que soy.

 

Pasé mucho tiempo de mi vida queriendo ser lo que los demás querían que fuera. Pensé que era la cosa más normal y que eso había que hacer. No encajando en ese mundo superfluo comencé a ver que había algo diferente, sobre todo cuando el vacío comenzó a hacerse más fuerte dentro de mí. La diferencia no fue una ayuda, en un mundo donde es mejor ser igual a los demás. Donde había simplemente que aparentar.

 

El catecismo me enseñó que existía un Dios que premiaba a los buenos y castigaba a los malos. Me preguntaba: ¿Quién o qué cosa establece el bueno o el malo? ¿Cuáles son los parámetros? Contrastaba ese concepto con lo que realmente sentía que era Dios para mí, un padre. Que me amaba y basta. Que no estaba mirando a través del cerrojo de mi puerta para ver lo que hacia de bueno o malo o cuánto y cuándo me tocaba.

Contrariamente a lo que me decía mi confesor, para mí, había más falta en el hablar mal o mentir sobre alguien, que masturbarme o mirar revistas pornográficas cosas, que según él, me llevarían directo al infierno donde mi alma se quemaría lentamente en el fuego eterno, antes dejándome completamente ciego. Así ya el sufrimiento comenzaría en este mundo.

Recuerdo da párvulo un cuadro de la Virgen del Carmen, estaba en la mesita de los santos de mi madre. Con su escapulario sacaba a gente del purgatorio y más abajo otros ardían entre llamas. Indescriptible el rostro de aquellos seres que se retorcían en el tormento. Me impresionó desde siempre. Mi madre me explicó perfectamente la diferencia entre esos a quienes María Santísima estaba sacando del purgatorio (tiempo de purificación del alma) y los que, pobre de ellos, se quemaban más abajo. Terminó con la sentencia: “tienes que portarte bien, si no, vas a parar donde está esa gente quemándose y la buena madre María no podrá hacer nada por ti”. En mi pequeño cerebro los conceptos: “buena madre” y “dejar que se quemen” no compaginaban. Pero sabía que era mejor no preguntar, ya que la paciencia no era cierto una virtud en mi madre.

 

Fui un modelo de niño, obediente, educado, tranquilo, el orgullo de mis padres a quienes amaba y respetaba. Más que respeto era temor, miedo y, en ocasiones terror. Pocos llegaron a saber que dentro de la familia ejemplar vivía una madre depresiva-obsesiva-bipolar, un padre ausente (trabajaba todo el día, tenía que portar el sustento a casa y, me di cuenta que su ausencia, era una manera de sobrevivir a la situación hogareña) y un niño tímido, sensible, que se tenía que ocupar de su madre; esconderse cuando sus ataques de pánico se hacían presente; soportar la violencia de la misma sin un evidente por qué, con una sentencia tácita: “no llores” y “cuidado con contárselo a tu padre”; verla suplicarme de rodillas, mientras me sostenía por los hombros, después de sacudirme fuertemente: “ora a Dios, a ti te escucha, a mi no, para que me quite esto”

Depresión que coincidió con mi nacimiento y se prolongó por casi 17 años, con dos intentos de suicidio. Imposible no crecer con un sentimiento de culpa.

 

Mirando todo esto, reflexionando, solo puedo decir que Dios existe, para mí existe. Podría haber tomado otro camino: drogas, violencia, prostitución, disturbios mentales…, pero no fue así. Es cierto que hice un camino de liberación, sanación, perdón, comprensión.

 

Se preguntarán, mis queridos lectores: ¿a qué viene todo esto? No es mi intención suscitar compasión o lástima hacia mi persona. Mi intención es solo una, gritar a los cuatro vientos “que es posible sanar heridas” “que no somos responsables del pasado, no podemos regresar y cambiar nada, pero sí somos responsables del futuro, de lo que hagamos, de que ese ‘pasado’ no destruya lo que somos o queremos ser”. Que dentro de nosotros existe la posibilidad de “escoger”, de “optar”. Puedo optar por una vida serena. Por sanar. Por amarme y amar sin condiciones. Por vivir en profundidad eso que me hace ser “una persona diferente” y que se percibe sin decir, proferir, palabra alguna. Que nunca es tarde para optar y ser feliz.

 

No reniego nada de lo vivido. ¿Pudo ser diferente? Una pregunta absurda, sin sentido. Fue y basta. Hay que integrar, asumir, tomar ese niño maltratado que se esconde en un cuarto oscuro, sucio, abandonado del pasado y sacarlo a pasear, acariciarlo, amarlo, respetarlo, aceptarlo, nunca es tarde para hacerlo feliz y es posible hacerlo.

 

No soy un ejemplo, ni quiero serlo. Es simplemente un testimonio que quiero compartir con ustedes, mis amigos, amigas, lectores del alma. Esto no me hace ni mejor, ni peor, simplemente diferente, como lo eres tú. Atrévete a ser feliz, la vida es corta, se nos va de las manos y hay un potencial enorme dentro de tu ser esperando ser atizado.