Difundiendo en silencio desde los cielos del oriente, el amanecer
sucumbirá dentro de poco al calor y el trajín de las calles de Córdoba.
El joven emir madrugó y mira fijamente la llegada de la aurora,
mientras contemplaba su visión de grandeza y prosperidad,
la culminación de su herencia, Al-Andalus.
En el crepúsculo proclama el sol con discreción el albor de una nueva era,
y los vientos soplan mansamente para no despertar las congojas,
los heraldos de la ola cultural inminente, el músico Ziryab montado en su cresta;
la música y la poesía, agrandeciendo la riqueza y la veneración de Al-Andalus.
Los campos de batalla cerca de Tablado fueron teñidos de rojo con la sangre vikinga,
una venganza sin merced por el saqueo y la violación de Sevilla.
La sangre beligerante ondeaba en sus venas con la fuerza volcánica,
para desbordar como lava en la represalia de Abderramán,
en la defensa de su imperio, su fé, y la soberanía de Al-Andalus.
A través de los años, Córdoba alcanzó su más elevado encumbramiento,
si bien otras naciones actuasen en el escenario del poder,
y aunque la gloria y la influencia de Córdoba quedaron atrapadas en un eclipse perpetuo,
la belleza del legado de Abderramán no es ningún invensión,
dentro de los muros de la mezquita vive aún la quimera de Al-Andalus.