Olas de color carmesí, ruedan sin cesar
siempre igual que ayer, y mañana siempre como hoy,
estrellándose contra las alheñadas rocas,
su cruel vaivén desatando la mortal venganza.
El plebeyo oprimido lucha por respirar
su vida se mece con violencia, el trinca el coy
reparten su decadencia y ahogan todas las aspiraciones
arrebatatando sin piedad hasta la última migaja de sus bocas,
y dejan la playa desolada, y en ella como al naúfrago, la esperanza...
La elite en los confines impermeables de sus ocultos imperios,
silenciosos resguardan sus credos, sus rituales, sus orgías, sus misterios.
En el coliseo del mundo, las bestias sonríen, contemplando nación contra nación,
su sed con sus juegos de sangre no los sacian, y apetecen por más,
mas no hay ni una sola plegaria, ni una sola oración.
Los desamparados buscan refugio de la lluvia hirviente;
no hay quien se preocupe, quien provée por sus vástagos
que en la miseria moran con el alma que ya nada siente,
mientras los opulentes les dan la espalda y se duermen;
velando por ellos, la apatía;
y si en ellos fuese a despertar el remordimiento,
que tragedia, si siendo demasiado tarde, en vano sería.
¿Acaso hay ultraje más grave para el ser humano,
que el delito que comete el hermano contra su hermano?
¡Ya todas las palabras han sido escritas!
- quizás con el tiempo, también serán leídas.
...En un profundo hoyo en un desierto de color carmesí
donde hasta el tiempo y la luz desvanecen
yacen los muertos con su olor putrefacto,
sus cuerpos tan fríos como el hielo:
el de la desesperada madre y su demacrado hijo que un mar lloró,
sus brazos, sus piernas, ya no se estremecen;
sus almas perdidas - cedieron sus vidas;
y sus tiezas manos todavía se estrechan hacia el cielo:
para agarrar el iluso sueño - que ya se fugó.