Sonreías y yo te amaba,
te amaba como si tu boca
fuera la última vez
y yo tu diosa ilegítima,
tu noche irrevocable;
sonreías de lejos
y yo más sangre que nunca
sorteaba los huesos de cada día
hasta llegar a tu nombre de oro,
a tus manos de árbol manso.
Erase la vida,
vos sonreías como siempre
y yo me paseaba entre amores
infecundos,
y entonces te vi.
Me vestí de cruz
para que creyeras en mi abrazo,
me hice poesía
para que me tocaras
como se tocan las palabras:
a tientas
y con la punta del alma.
Era no se qué mes
de no se qué vida,
pero vos sonreías
y yo moría de ganas
de ser la muerte misma
para guardarte en mi seno
por los siglos de los siglos.
Y después, amén.