La conocí en primavera, sus ojos cálidos disipaban las tristezas, su rostro cubierto por pétalos rojos, le otorgaban forma de ninfa griega, su piel, pradera fresca para descansar la fatiga del alma, su voz, un coro de melodías arcanas, ella era ándalo y ciprés, era sombra para el sol, era remanso cristalino, era flor.
Su verano fue hostil, sus praderas verdes fueron devoradas por dunas de arena hirviente, sus labios de hierro marcaban mi piel con cada beso, 45°C de mujer liberando demonios por donde caminaba, ella era puerta al infierno, infierno que besaba con ternura, para luego lamer mis llagas.
El otoño fue melancólico, su mirada se apagaba como hojas secas sacrificadas al viento, sus besos ya no eran verdes, sus caricias no eran más que brisa gélida que calaba hasta mis huesos, sus labios desteñidos, rezago de pétalos secos, resentían mis labios con cada beso, su ausencia, era un vivo otoño.
El invierto fue agreste, ataco directo a el alma, congelo cada recuerdo, quebró cada sentimiento, su boca, grietas frías y fantasmales, combatían el poco calor que quedaba, su indiferencia era nieve, y de esa nieve era preso, sumergido en metros de blanca apática, me preguntaba por qué este puto invierno no se acaba.