A Santa Cruz de la Palma
destinaron a Jacinto,
sus padres. Algo distinto
para enriquecerle el alma.
Partió, retando la calma,
lejos de su vecindad.
Navegó la inmensidad
del Atlántico azuloso
para arribar bien curioso
al Puerto de la Ciudad.
Pronto le maravilló
la bella tierra canaria
con su isla milenaria
donde un volcán le latió.
Cada rincón recorrió
descubriendo mil bellezas.
Y entre todas las grandezas
pudo llegar al santuario,
el más sagrado escenario
de aquellas naturalezas.
Implorando de rodillas,
con unas súplicas breves,
a la Virgen de las Nieves
rogó riquezas sencillas.
Besando las amarillas
cartulinas del recuerdo,
mostrando ser hombre cuerdo,
pidió salud a su hogar
y al bajarse del altar
se palpaba el lado izquierdo.
Jacinto Hernández, tenía
muy distinguida presencia.
Era buen mozo, en esencia,
y a las damas complacía.
Un día de romería
a Gregoria conoció.
La mirada los unió
con el deseo del beso
y el amor se hizo confeso
desde que la divisó.
La boda la celebraron
en un ritual religioso.
Ella, esposa y él esposo,
ante Cristo se besaron.
Una vez que se casaron
la vida les sonreía.
El amor les bendecía,
entregados con pasión.
De su primer gestación
pronto les nació María.
Jacinto y Gregoria fueron
amantes a la medida
y cada día de vida
más amor se prometieron.
El tiempo que allí vivieron
les resultaba imborrable,
hasta que lo abominable
les llegó en una mañana
con la llegada temprana
de un pasado inapagable.
Cuando de Cuba llegó
aquella mujer trigueña,
Jacinto, como el que sueña
en la piel se pellizcó.
La dama se presentó
Y así le dijo a Gregoria:
-Su presencia es muy notoria.
Es el amor del presente,
pero, yo, que estaba ausente
soy el amor de su historia.
-Lo nuestro sólo es pasado.
Dijo Jacinto, nervioso.
-De Gregoria, soy esposo.
Soy un hombre enamorado.
Fuimos, tal vez, un gastado
romance de primavera.
Sólo fuiste la primera,
la mujer que ayer amé.
Te quise, te respeté,
pero, murió la quimera.
La mujer le ripostó.
-Por ti, he venido, Jacinto
nada debe estar extinto.
Tu amor, en mi, se quedó.
El pasado me dejó
el cariño en la memoria.
-A ti te trajo la historia.
-Dijo, Jacinto, calmado-
pero , hoy, vivo enamorado
de esta mujer que es Gregoria.
La mujer se disculpó
con un gesto de tristeza.
Cuando bajó la cabeza
sobre la loza, llovió.
-Sed felices -Comentó,
mientras la puerta cruzaba.
Y cuando el sol la alcanzaba
tras un alisio sediento,
Jacinto, era un tormento
Y Gregoria, sollozaba.
-Nunca me hablaste de aquella.
Dijo Gregoria ofendida
-Mi confianza está perdida.
Lo que lastima es tu huella.
-Eres mi más grande estrella.
Pudo asegurar Jacinto.
-Aquello fue bien distinto
y al partir ya estaba muerto.
El hombre besó lo incierto
y se marchó del recinto.
Dolió la separación
en los nobles corazones
que lloraban sus pasiones
sin la reconciliación.
Jacinto con obsesión
clamaba por la clemencia.
Era tanta su insistencia
que Gregoria vacilaba
y confundida quedaba
deseando su presencia.
Luego de un mes de ruptura,
en una tarde de mayo,
Gregoria, sufrió un desmayo
cayendo desde una altura.
Tendida sobre la dura
superficie fue encontrada
y enseguida transportada
a casa de un buen doctor
que examinó su dolor
sin diagnóstico de nada.
A Jacinto le avisaron
en su trabajo portuario.
Imaginando un calvario
a la consulta llegaron.
Cuando en privado quedaron
pudo besarle la risa.
Ella, le aguantó la prisa
para que el cuerpo maltrecho
se llenara con el pecho
y el olor de su camisa.
Dijo el médico –No es nada…
sólo un golpe en un costado.
Pero requiere cuidado
porque está embarazada.
El beso de la mirada
les redujo la pupila.
Quiso abrirle la mochila
de las justificaciones,
Ella, calló sus razones
con la sonrisa tranquila.
Regresaron al hogar
sin escatimar abrazos
y en la antorcha de los brazos
volvió la luz a brillar.
Aceptaron que cambiar
les vendría diferente.
Proyectaron en la mente
cruzar la mar anchurosa
hasta aquella tierra hermosa
de Jacinto y de su gente.
Con lágrimas despidió,
Gregoria, a su tierra amada,
pero fiel enamorada
con su Jacinto viajó.
En la ciudad le quedó
un pedazo de su vida,
sin sospechar en la ida
que jamás tendría un regreso
porque la suerte del beso,
a veces, abre una herida.
En Cuba, nació mi abuelo
y nacieron sus hermanos,
con sus genes de cubanos,
con su herencia de otro suelo.
Y se nos creció el anhelo
desde un pasado ya extinto.
Mi madre y yo, un distinto
torrente atado a la historia
por el amor de Gregoria
y la pasión de Jacinto.