Era pequeño,
siempre me mandaban acompañar a mi papa,
el bebía vino con sus compañeros,
le gustaba mucho el vino,
y comencé a gustarme del vino,
porque a escondidas de él,
solo para ayudarlo,
para que no llegara a la casa tan borracho,
le echaba una ayudita a sus copitas,
y mientras él hablaba con sus amigos,
echaba mi pequeñita mano entre ellos
y agarraba su copa y me la tomaba,
me comía los pasapalos que ponían encima de la barra,
me gustaba mucho el pulpo,
a veces eran mollejas,
otras eran pedacitos de pollo,
pero las que menos me gustaba pues daba mucho trabajo,
eran los chonchos,
unas cositas amarillas que había que sacarles la concha,
o cuando les ponían maní en concha,
eso daba mucho trabajo desconchar
y en eso me descubrían.
A mi papa siempre lo acompañaba muchos amigos borrachos también,
a veces tres otras cuatro,
pero siempre tenía compañía.
Eran tardes, llegaban a las noches,
y las luces fluorescentes de aquellas tascas no me dejaban dormir,
y si acaso me daba sueño,
no tenía donde recostar mi cabeza.
Solo allí en un rincón veía como papá hablaba con sus amigos,
se divertía,
e yo esperaba el momento para echar mano a los pasapalos
y de la copita de vino aun a veces por la mitad.
Sonaba la rocola,
esa no dejaba de sonar,
y eso, conforme la canción,
me hacía soñar,
me imaginaba ser
todos esos personajes representados en cada canción,
me identificaba con ellos,
a veces despechados,
a veces alegres,
pero casi siempre tristes.
Siempre sonaba un fado,
un tango o alguna canción española,
muy alegre,
aunque eso no me daba alegría,
solo pensaba en el final de la historia.