Rudavall
¡Allí! ¡En el medular sombrío de la noche
un alma abatíase en silencio sepulcral…!
Lumbre de los delirios, perfidias,
abrazo pulcro, abrupto despedir ¡el huraño infortunio!
Quimeras de los eternos guiabanle al portante
de las penas negras,
marchábase abatido y solo y relegado...
La bifurcación del entendimiento
estorbó al bohemio andar, a las bruces del hombre,
a su voz atada y a sus ojos francos.
Azarosas reminiscencias traenme, no sé,
los Heraldos Negros de Vallejo...
sombríos pesares, salvajes adioses.
Tal vez
subyugase Rudavall en el tormento inferno
de las abejas en sus nupcias fúnebres,
en el Cristo que apedrean los odios.
Quizá se haya ido de la tierra que villanos odios fueren negrura,
insolentes suplicios: flecos que ciñeren los airones
en fusión elíptica, el eco, el silencio, la nada…
Tal vez el céfiro carnicero sus huesos devorále,
y por vez primera un canto de blanca paz en su lecho sin espinas
una canción de cuna le duerma, le sueñe eterno...
¡Oh! Rudavall
Epílogos crasos de humanas despedidas recuerden
tu cálido abrazo,
tu beso tierno,
tu paz eterna...
Así, cuando la locura sea la cordura entre la gente
y el llanto trocada risotada por el mundo cada vez lejano
en silencio les escuches...pero,
¡Ay! más allá estén por tí orando, Rudavall,
por el colosal turbión
que empapó las orlas de tu lecho frío,
por la parca que al proponerte exilio
te bendijo… ¡te bendijo! hijo del vil dolor…
El tierno crío de la amada y el frío hogar,
ausentes abriles sollozaren entre las sombras
¡…Adiós! ¡…Adiós!
Después…¡oh! tu mudo silencio...tus pasos fríos
detenidos frente a los parcos plantones
de lirios oscuros en el patio; otoños,
cantilenas fúnebres liando
tu nombre, tus sueños, tus quereres,
tu proscrito andar claveteando los dolores
a las piedras del camino, que tu sombra vió pasar…
¡Ay! Quedaríanse obreros inermes a la tierra arando
con pala y azadón para sembrar tu corazón en tu tierra,
en tus campos,
y cosechar el amor que impregnaren tus pisadas,
tu risa enjuta y franca, la tozudez de tu enseñanza…
Y retumbarían los ecos de agobiados suplicios,
donde los prejuicios fingieron no saber
de tu alma que en tinieblas
gemía y se perdía entre los silencios de la nada…
Más, al final, ante lo indescifrable
las palmas de los muertos acariciabante en delicia lúgubre,
¡Atónitos! y así, en silencio,
dejabante dormitar esta vez hasta el fin
hombre del verso triste…
16/10/10
Autor: Santos Castro Checa
Mallares – Perú
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