Degollar a los pajarillos que cantan alegres,
Ahí, junto a la ventana.
Para que su ruido no arruine la memoria de tu voz,
Y que nuestra unión sea sólo silencio.
Acribillar atardeceres con la pupila,
Y queden suspendidos, eternos;
Tal vez así nos bañemos en aquel crepuscular río,
Ahí, justo en nuestro privado horizonte.
Disecar a la humanidad entera,
Así, de improvisto,
Y recubrir al mundo con cera
Para formarte un museo de la existencia;
Naciendo y muriendo, sin ton ni son.
Poner la tierra a tu entera disposición,
Como muñecos para lo vivido y lo muerto.
Que si el fin de la vida es la muerte,
Que sean para los dos un espectáculo quieto,
Ahí, al servicio de tu casual capricho.
Cortamos ahora seis metros de la eternidad,
Con el filo de la nada y la imaginación,
Así, como el sastre de Dios.
Ceñirnos con porte de éxtasis,
Del parpadeo cambiante de la humanidad,
Para la bestia interna de nuestro armario.
Le colocamos un traje de fiera y quietud
A nuestras almas desnudas,
Nuestro frío por ausencia de unión.
Rellenar y colocar a las aves de cera,
Ahí, junto a la ventana,
Para que la vida sea sólo nuestro encuentro,
Para que la muerte sea un canto muerto
Observando de lejos nuestro amor.
La humanidad se ha quedado quieta,
Sacudidos por la falta de aliento
Que provoca el canto insonoro de los dos.