No nos merecemos esto:
este “no”,
este “nunca”,
este “ojalá”…
No nos merecemos la supremacía de la duda
ni las subidas y bajadas de un espacio feroz.
No nos merecemos el resultado de ser apáticos
frente a los artificios de los hombres sin voz.
No nos merecemos la esfinge que llora,
ni el supuesto ramo de flores marchitas
de tanto como no lloviznan ilusiones
ni esperanzas rehabilitadoras.
No nos merecemos la cuna vacía
ni el sortilegio que maldice al hombre bueno.
No creo que merezcamos salir ahí fuera
para notar cómo se derrochan balas (y no alas),
para apreciar cómo el grito continúa siendo
un macabro quejido de siglos venideros.