Era feo y por tanto
ninguna prostituta se acostaba conmigo ni alquilaba los ojos
para verme en los suyos o mirar
una puesta de sol,
era feo y los feos no podíamos
andar por la Vía Láctea ni pararnos a ver la torre Eiffel.
Y al final sucedió que las hormigas asaltan los castillos,
que los feos tenemos también alguna parte humana y las mujeres
no son precisamente prostitutas,
tienen muslos,
caderas,
tetas inagotables y pezones
donde mana la leche con sabores distintos
y de ellos bebieron hasta hartarse
los galanes más dulces y los niños más tristes.
Han pasado lo años
y no gasto levita ni me visto de cuadros escoceses
-sigo siendo tan feo-,
pero hay alguien, -y no es Lilí Marlén ni mucho menos-
que me deja mirar desde sus ojos cada puesta de sol,
duermo a sus pechos
y jamás se avergüenza de mi cuerpo deforme.