Ingresé como otras veces, por fuerza de costumbre. Mi alma ansiaba la comodidad de ese acogedor lugar en el mundo, al que recurro de vez en vez. La hora colgando de la pared es indulgente conmigo, y me concede un tiempo para el ocio. Entonces la espera concita la atención en mi alrededor, donde se despliega ante mis ojos el corolario de una noche de sábado. Cinco historias me traspasan, invadiendo mi silencio. Cinco mesas que ametrallan mi oído. Me distraen a cada momento, con diálogos inconexos que trasuntan jirones de amor y penas.
Cinco tramas incoherentes de ayer y ahora, que abren paso a un día que aún no alumbra.
Escucho voces altisonantes que bordean el filo de lo promiscuo. Palabras hilvanadas que auguran la promesa de alguna cita furtiva. Historias que entrelazan alcohol y pasión ligera.
Soy testigo involuntario de triviales confesiones. De frases hechas que revelan soledad, miedo y vacío. Me intereso en los rostros de las voces agudas, que recorro con mirada lasciva. Me cruzo con sus ojos brillantes, que buscan sentido a sus vidas llenas de nada.
Llega el mozo y mi atención gira otra vez hacia cosas prácticas. Se desvanecen las intrigas y los nombres. Mis sentidos vuelven a reunirse en el aroma del café caliente que me enfrenta. Y en una confusa retirada, se va un sinfín de anhelos escapando del hastío de esta larga noche que abre sus ojos lentamente.