El llamado pensamiento científico comenzó hace ya más de dos siglos. Se trata sin dudarlo, de un excelente método de deducción aplicado al raciocinio. Consecuencia de él, comenzó también un menosprecio de la fe, no sólo en el ámbito religioso donde mayor ruido hizo, sino más general aún, entendida ésta como íntima convicción personal. Con frecuencia, se subordina la fe a la razón, en virtud del metodismo científico demostrable que esta última ofrece, y de la cual la primera carece. El método científico, radica fundamentalmente en la aprehención que nuestros sentidos hacen del mundo, y en una elaboración racional a partir de esto.
Sin embargo, nos hemos metido sin desearlo tal vez en una falsa encrucijada: la ciencia se opone a la creencia. Veremos que esta dicotomía es falsa.
El pensamiento contemporáneo confía en el saber, particularmente en lo atinente al desarrollo de las ciencias y guarda reservas en lo propio a la creencia, considerada actualmente inferior.
Para comenzar, convengamos que creer es un acto de nuestra libertad. Se acepta que creer pertenece al orden de la convicción personal, de aquello que no se discute, pero al mismo tiempo no puede compartirse.
Por cierto, el “creer” es algo cotidiano en nuestra vida, y no podemos prescindir de él.
Nuestros propios conocimientos son fruto del “saber” de los demás.
Todo aquello que aprendimos siendo niños o adolescentes en la escuela, lo admitimos y creemos sobre la base de la ciencia de nuestros maestros.
Durante la etapa de aprendizaje estamos imposibilitados absolutamente para realizar todas las verificaciones o investigaciones rigurosas que nos permitan llegar a los mismos resultados.
Lo mismo ocurre con las noticias. Las que recibimos de boca en boca, o de los medios de comunicación. Seremos posiblemente prudentes y hasta desconfiados al recibir la información, ¡pero no podemos vivir sin creer en lo que los demás dicen!
Esta confianza, es la base de la vida en sociedad. Y por ello también la mentira es tan grave.
De manera que “creer” trasciende la actitud religiosa, y forma parte de una realidad humana más general.
Cuando dejamos de lado los objetos para adentrarnos en las relaciones humanas, observamos que no podemos vivir sin confiar, sin un mínimo de fe en los demás.
No sería posible amar o tener amistad, sin creer en el otro. El sí conyugal, resultado del amor mutuo, se apoya en una fe mutua también, que cuenta con la fidelidad del otro en el porvenir.
Quienquiera que seamos, todos tenemos sentido del bien y del mal. Ninguno de nosotros puede vivir sin un mínimo de valores. Por definición, un valor no es una cosa. Es más bien una idealización de la mejor manera de vivir. Cuando un hombre se impone determinado valor, el mismo se convierte en objeto de un acto de fe.
El saber no tiene aquí cabida. El ser humano es mucho más que la suma de conocimientos. Es al mismo tiempo quien los discierne, los evalúa y les da sentido. En consecuencia, cuando hablamos de sentido, de intención, estamos en el orden del creer.
El “saber” y el “creer” nos lleva inevitablemente hacia una paradoja. Estamos condenados a tomar decisiones, aún cuando nuestro “saber” sobre su alcance es incompleto.
Ahora bien, negarnos a tomar una decisión, es ya una manera de decidir. La más negativa, puesto que nos impide vivir la experiencia positiva del compromiso, y de sus beneficios.
Ya sea que se trate de la elección de nuestra profesión, de adoptar un estilo de vida, o del compromiso personal al servicio de alguna causa, estamos condenados a tomar una determinación más allá de nuestro saber.
Siempre habrá razones a favor y en contra. Seremos nosotros quienes las pondremos en uno u otro platillo de la balanza. Así como también somos nosotros quienes decidimos hacia que lado se inclina la balanza.
Esta incertidumbre, se opone a nuestra necesidad de certeza acerca del futuro. Quizás sea esta la principal causa por la cual se ha producido un retroceso ante la perspectiva de un compromiso a largo plazo o de por vida.
Lo cierto es que no podemos evitar esta situación, así como no podemos librarnos de nuestra propia sombra.
julio de 2008.