Qué camino más deprimente,
sentarse a la orilla a esperar
que los ángeles se equivoquen
para posar sus alas en la arena.
Mendigos recorren las alamedas
con paso fino, garbo deslumbrante;
terciopelo teñido en la estampa
que forja su hipócrita estandarte.
Las focas se arrastran y temen;
se confunden con los dimes,
se afianzan de todos los diretes
y me baño con su sangre caliente.
Las señoras de la iglesia han salido,
ocultan las roturas de sus guantes;
debajo del velo, la consciencia arde
y el pecado se limpia de bendiciones.
A miles de kilómetros de cielo
la tierra es un centímentro de pena
y apenas nos diferencia el odio
que preside a nuestros corazones.