Desperté sobresaltado. La mirada extraviada y las pupilas dilatadas. Un fuerte dolor de cabeza acompaña una extraña sensación de estar raramente ausente, en un país foráneo.
Desde un lejano recuerdo casi borrado retumban mates tempraneros, el Martín Fierro, la prosa de Asís y la historia de José María Rosa.
Un fino hilo de luz filtra la cortina del cuarto. Cierro los párpados y en vano intento recordar el instante preciso en el cual practicaron la cirugía. El momento sutil en que ocurrió la operación quirúrgica. Tengo necesidad de saberlo, presiento que algo anda mal. Sospecho que una parte íntima de mi conciencia no fue debidamente extirpada. Razón por la cual siento desaprobación hacia el órgano implantado.
Afortunadamente estoy con vida, aunque frustrado y con la fe atada a nuevas premisas. Con la esperanza latente de quien añora los días felices de los años 50. Como otros pacientes crónicos, igualmente tratados. Obviamente aún están presentes algunos síntomas de mi vieja enfermedad.
Comprendo que el éxito ha sido solo parcial cuando escucho un programa de F.M. en la radio. Un escozor comenzó a molestar mis tímpanos, y una sensación de angustia forzó mi intento desesperado de escuchar una voz en español barriendo la banda de extremo a extremo. Cuando ya creía vano mi intento recuperé la tranquilidad. Allí estaba el locutor modulando en ese pequeño espacio cedido gentilmente a los hispano parlantes.
Comencé a ordenar mi confusión, y comprendí que tal como había supuesto estaba rechazando el implante unas pocas horas después. Los primeros síntomas aparecieron cuando insulté groseramente a aquel enfermero tan solo por vestir bajo su guardapolvos una remera que decía: I LOVE N.Y. Todos pensaron en un brote de locura, aunque los médicos precisaron que estos reflejos suelen presentarse en las primeras horas posteriores a la intervención.
Me recriminaron mi intolerancia y falta de respeto. Y me sometieron a una sesión intensa de exposición a atuendos repletos de leyendas en inglés. Sentí que una herida interna sangraba. Callé mi rencor, y planeé mi venganza: sobre una remera blanca escribiría con letras celeste “Yo amo San Martín”. Sabía que eso les iba a doler. Pocos intelectuales resisten el estallido de la conciencia nacional. Muy pronto el goce de mi revancha se fue apagando. Rápidamente comprendí que haría el ridículo, como esos otros tontos que no alcanzan a valorar la genial música del TOP Twenty mundial, y escuchan cual bárbaros inadaptados un folclore en desuso que daña el oído. Comprendí que se reirían de mi. Entonces medité unos minutos en silencio y logré recuperar la calma. Era evidente que me hallaba enfermo. El síndrome de la nacionalidad no me dejaba en paz. Una luz de esperanza me hizo entender que el implante todavía estaba inconcluso. Que aún tenía posibilidades de salvarme.
Pensé mejor en ir a pasear al shopping, o en pedir un delivery. ¡Si, aún puedo curarme! Mañana saldré a buscar esas remeras en oferta con la inscripción en letras bien grandes, como para llenarnos el pecho de orgullo por lo nuestro: UNIVERSITY OF OHIO. Si, no debo preocuparme más, todos los medios van a ayudarme. ¿Acaso me había olvidado de la radio vociferando english?¡o las series yanquis!
¡Voy a curarme! Estaré very well muy pronto, ¡oh my God! Tal vez pierda esa mala costumbre de emocionarme con el himno nacional, y pueda charlar y reírme con toda normalidad mientras suenan sus acordes, como todo el mundo. Si, ya comienzo a sentirme mejor. Yes, ¡estoy OK! Chau, che. Good by, loco...