¡¿No te das cuenta?!
Esto que ves, pedazo de carne, vivo prisionero
una celda es mi casa, llena de máscaras, de muerte, de muerte de angustia,
de muerte de ti, muerte de ellas, muerte de miedo, de silencio,
predeecdisis de mi dolor, de mi amor perdido, de mis sueños mal amados…
En el piso, en las paredes: máscaras viejas, piel de víbora de horribles recuerdos
que lloran sangre resinosa, gritan en silencio
innombrables actos, gesticulan nombres que el tiempo les arrancó.
Máscaras tatuadas con humo y pólvora,
de perfumes, de besos podridos, de promesas olvidadas,
de caricias arrancadas a la fuerza por su amo…
Ésta que rota está en mis manos, que muere desvencijada,
se descascara, ecdisis del alma, se desgarra la garganta…
pide tu presencia, ésta que ya no soy más, antes de ser arrancada de mí
pide a su verdugo, te implora vida, vida que reposa en otra primavera.
Grita tu nombre asesina… ¡asesina, huye de tu crimen!
mírala bien, mira y grábalo en tu corazón de bolsillo, la máscara del dolor que labraste
un día la necesitarás, la vida siempre regresa al principio
y el asesino siempre vuelve sobre sus pasos.
Que tristeza:
lo que soy se extiende al horizonte, hacia la eternidad del otoño,
donde el fuego hierra el alma
Y mi cara mácula llora por los poros una canción de angustia
Esta alma que se refugia llena de gozo, de ilusión,
que pide a gritos ausencia para vivir: ¡maldita masoquista del dolor!
¡Con qué furor vez cómo se acerca el carcelero!
esbozando una sonrisa sardónica detrás de esa máscara de cerdo…
manos ejecutoras:
¡traigan esta nueva cárcel, denme condena,
no quiero que ella conozca mi piel prístina
coloquen la máscara de huehue!
y en el diván freudiano
la carne y el alma luchan como hienas, se tragan, se amalgaman
y la siguiente máscara con una sonrisa burlona espera,
espera con paciencia en una esquina su turno.
La última muda…