El día acababa de echarse a andar
y el calor era sofocante
tras lanzar una detenida ojeada
a la larga pendiente que se abría ante mi
proseguí con mi padre a la cabeza
dirigiendo el camino que otrora existía
conocedor de ese trayecto
y donde poner los pies en la piedra escarpada
y polvo amarillento seco
en que la ausencia de matas
daba un tono desierto a la montaña.
El terreno inculto y atormentado
se hallaba conquistado por una caliza cuarteada
enrojecida como oxido desintegrado
que crujía bajo mis sandalias
que a buen paso
estaba aproximadamente a más de mil metros
demoraría un par de horas bajando
con mucho cuidado.
Desde lo alto ya podía visualizar el caserío
lugar donde todo el mundo llegaba
unos se surtían de suministros
otros negociaban
era un punto de encuentro de todos.
Desde la montaña rocosa
mi padre me recomendaba
no mirar hacia abajo.
Olía aquello a aventura
era algo nuevo para mí
aunque no sabía para donde iba
no sabía tampoco que hacia
sin preguntar había que seguir adelante.