Aún recuerdo
el comienzo y el final
de tu guedeja de oro,
cuando apareciste,
sin ningún compromiso,
en la puerta
que me hace perder los sentidos.
Aún recuerdo
tu refulgente sonrisa a rebosar
de níveos pequeños tesoros,
justo debajo
de ese bonito capricho de la naturaleza,
que dicen
que sirve para respirar,
pero que a mí
me quita el aliento.
Y más al norte
me encuentro
con el espejo del alma,
del color de la hierbabuena,
que petrifican por completo
los míos,
mientras doy gracias
al cielo
por poder idolatrar
semejante fechoría
hacia las demás mujeres.
Esos ojos.
Ay,
esos ojos.
Aún recuerdo,
con deslumbrante soltura,
cómo me di cuenta
al volver a admirar
dicha hermosura
única en el universo,
cómo iba a ser posible
el robo de mi corazón
por parte
de la mejor creación
que el universo ha podido hacer
nunca jamás.