Lentamente subí las escaleras.
Me apoyaba en el pasamano y trataba de no hacer ruido alguno.
Al llegar al piso superior de la casa, no lo encontré. Busqué en la salita, en el llamado cuarto de los santos (nominado así por mi madre, ahí se encontraba una mesita con todos los santos a los cuales ella y mi padre eran devotos. Siempre estaba encendida una velita y dispuesto un reclinatorio para la oración).
Entré despacio en mi antigua habitación y, finalmente pude escuchar su fino respirar y su gemir. Los sonidos provenían del antiguo armario. Ese en donde me escondía para no ir a la escuela o donde después de una agresión era mi refugio favorito. Lo abrí muy lentamente y ahí dentro lo encontré. Estaba acurrucado, se abrazaba las rodillas. Me miró fijamente, con temor, y pude leer, vivir, todo el dolor, la soledad, el sufrimiento que sentía. Estaba llorando amargamente.
- ¡hola! – le dije con la voz más dulce que pude -
No obtuve ninguna respuesta.
Me senté frente a él y por un momento dejé que el silencio fuera quien nos comunicara.
Al improviso me entraron ganas de llorar y lo hice sin reparos. Él me miraba curioso y me di cuenta que el temor poco a poco lo abandonaba, pero aún no se fiaba.
¡Hola! - le dije de nuevo – y seguí hablando.
Mi corazón se abría y me dejé llevar por lo que sentía.
Conozco todo tu dolor – continué -. He experimentado en carne propia tu sufrimiento. Comprendo cada lágrima que derramas.
Desde que naciste tuviste que aprender a sobrevivir en un mundo donde reinaba la mentira. Donde el “qué dirán” tenía un peso enorme en la vida de tu familia. Fuiste rechazado desde tu primer llanto, por no ser lo que tu madre quería que fueras. Aprendiste a sobrevivir ocultando tu sensibilidad, porque era considerada negativa.
No recuerdas una caricia, un beso, un abrazo de tu madre y pocos, muy pocos de tu padre, el gran ausente.
Nunca tuviste una fiesta de cumpleaños como la tenían tus compañeritos de clase y por consiguiente nunca llegó un regalo. Tus padres estaban demasiado ocupados para ello.
Tu madre entró en depresión poco tiempo después de tu nacimiento. Una depresión que le duró por muchos años cosa que la hizo agresiva tanto física como psicológicamente a causa de su bipolaridad.
Te hiciste cargo de ella, cosa que no te correspondía y lo peor fue que creciste con un complejo de culpa enorme. Pensaste, por años, que tu nacimiento fue la causa de todo su mal, sobre todo interpretando la rabia que sentías, de parte de ella, hacia tu persona. Trataste de agradarle en todo, pero nada era de su complacencia.
Pocos son los recuerdos alegres que conservas de tu infancia.
Me acerqué y sin pensarlo dos veces lo abracé tiernamente.
Te quiero – le dije – sí, te quiero y mucho, más de lo que puedes pensar, mi niño querido.
No eres culpable de nada del pasado. No podías tomar una responsabilidad que no era tuya.
Te amo más que a mi vida pequeño y siento todo el dolor que te causaron, dolor que aún hoy tiene sus consecuencias.
Me abrazó fuertemente y comenzó de nuevo a llorar. Dejé que se desahogara sin decir palabra alguna, acariciando su cabello castaño. Apretándolo fuertemente contra mi pecho. Tomé su rostro en mis manos y lo besé tiernamente, muy tiernamente.
¡Basta pequeño de sufrir! ¡Basta de sentirte en culpa! Yo soy tu amigo, soy tu hermano, soy tu ser y te protegeré. No dejaré que te hagan daño.
Confía en mí que no te defraudaré, daría mi vida por ti, mi pequeño. No estás solo y te comprendo.
Estuvimos abrazados por un largo tiempo. No sé por cuanto.
Se sintió comprendido, amado, protegido y automáticamente dejó de estar triste, de ser agresivo y fue mucho más comprensivo.
Comencé a sentirme más a gusto conmigo mismo y en paz. Integrando, no negando todos los sentimientos que siento y siendo más consciente de mi entorno.
Apreciando y viviendo los momentos que me brinda la vida: una puesta de sol, una música suave, el caer de la lluvia, el sol nacer, la luna llena en el horizonte, el pasar sereno de las estaciones, una copa de vino tinto con un amigo o una amiga, la caricia de dar o recibir, el amor dado y recibido, las estrellas en su constante titilar, la belleza de las letras y el poder expresarme en ella.
Cada encuentro conmigo mismo ayuda a sanar la herida de ese niño indefenso, maltratado que llevo dentro. Ese pequeño que me ayuda y me enseña a soñar, a jugar, a apreciar tantas cosas que los “adultos” con el pasar del tiempo olvidamos o perdemos en el camino.
No puedo regresar al pasado y cambiarlo, pero sí lo puedo integrar, dar el sentido justo, el lugar que debe ocupar para que el mismo no comprometa mi futuro. Opto por la felicidad, por la plenitud de la vida, por ser la mejor versión de mi mismo.
Juntos bajamos las escaleras, mano de la mano, sonriendo, riendo, jugando y nos perdimos en la inmensa aventura llamada vida.