RICARDO ALVAREZ

      INFANTES

 

 

       

 

Celeste diáfano

como las praderas del cielo,

entonces las calles eran un juego de barro.

Nos sentíamos invencibles borregos

en la presencia dórica del pasto.

 

Pasábamos extensas horas

en el potrero pateando la única pelota del barrio,

tan sencillo era conquistar

sueños paradisíacos,

nos reconocíamos por el mote

sin mirar los rostros

registrábamos los nombres.

 

Pasmada sensación infante,

los cuerpos se alejaron,

desaparecimos tras los árboles

sin saborear el sexo,

ni el cosquilleo de enamorarse

de una zagala constelada

que nos perturbara al mirar.

 

Entonces se abrieron nuevas dársenas,

cada bajel viró su rumbo

hasta algún puerto de antípoda madrugada.

 

Hoy regresamos en comunión de caterva,

de distantes tierras sin nombres.

Con festejo coloquial de opuestos horizontes,

bajo un solsticio,

nos congratulamos con asado y vino

bajo el última parral con frescor de hoja reverdecida.

 

Eran tan gruesos los eslabones de la amistad

que al cerrado abrazo comprendimos

el valor de la infancia compartida.

 

 

 

 

 

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