Sentados
sobre el tenue manto,
bajo el refugio reluciente de sus besos
de su aroma, de su amor.
La inocencia corría
y se bifurcaba
por todo su cuerpo,
no éramos mas que dos niños
embarcados en un viaje desconocido.
Su voz se sublimaba
en la atmósfera transigente
de mis necesidades y sus sueños.
Merodeaban canciones
etéreas, funestas,
como correveidiles
acechando una presa.
Las manecillas o el calendario
serían los crueles testigos de la espera,
más no granos de arena.
El tiempo es dúctil
al igual que mi vida,
las rosas no se agostan
antes de florecer.
Cual cigoto, la razón,
va encumbrándose al culmen
de la madurez
pero no del corazón,
es necesario,
despejar los candados,
desdeñar los cabos
del portal ingente,
plausible
de la ansiada y perenne felicidad.