Gris era la tarde y fría
de un nueve de febrero,
ante la máquina escribía
de un libro el capítulo postrero.
Libro en el que puse mi alma
retrocediendo en el tiempo,
plasmando una historia durísima
de amor, dolor y sufrimiento.
Mis dedos tecleaban con premura,
mi única meta terminarlo cuanto antes
y mostrarlo al hombre, esposo y amante
antes de que la maldita enfermedad
me lo arrebatara en un instante.
De pronto un escalofrío
recorrió cada poro de mi cuerpo
presintiendo de lo malo lo peor
y corrí a su lecho con horror.
Le llamé repetidas veces
desesperada y afligida,
pero su cuerpo yacía inerte
sin dar señales de vida.
Sentí el dolor de mi corazón
que crujía y lloraba en silencio
y por dentro sangraba y teñía
rosas de color negro.
¡Días secos, estériles, vanos
los que pasamos juntos luchando!,
aquella noche sin luna ni estrellas
la muerte nos había visitado.
Vencieron en mi alma
las sombras a la luz del alba,
los suspiros sustituyeron las palabras
mientras rodaban por mis mejillas
lágrimas amargas.
La enfermedad implacable
con su saña nos había visitado,
primero se llevó sus recuerdos
y no conforme, se lo llevó consigo.
Y en el silencio del día de después
no sentía, temía a la noche negra
que me arrastraba al abismo
y me regalaba rosas negras.
Hoy con aquel libro entre las manos
repaso cada una de sus letras,
la historia de dos enamorados
que la parca fiera dejó incompleta.
Y recordando aquellas horas
siento que la pena me desborda
... y voy yendo por el camino
sin la áurea de mi aurora.
Fina