Tic tac, tic tac, tic tac…. el reloj de pared continuaba a desgranar el tiempo.
Sentado en su poltrona favorita escuchaba Einaudi. Dulce melodía que fluctuaba en la habitación resonando en todos los rincones. “Nuvole bianche”, entre todas su composición favorita.
En su mano izquierda sostenía una fina copa de cristal de roca.
El tinto que contenía, en cada movimiento suyo, destellaba un rubí intenso.
Mojaba sus labios. Aspiraba el fructuoso y leñoso aroma que le regalaba el vino.
Un sorbo. Entrecerraba sus ojos para degustarlo hasta la última gota.
Descendiendo, el elixir divino, encendía su garganta, entibiando su vientre.
La leña ardía en la chimenea y de vez en cuando dejaba escuchar su lamento.
Solo el reflejo de las llamas, iluminaban aquel acogedor y cálido ambiente.
Su pensamiento se perdía entre música, aroma y sensaciones.
Podía observar, a través de la ventana, al viento que peinaba los árboles, tocando de vez en cuando los cristales.
El día calaba dejando atrás una infinidad de rojos y naranjas, típicos del atardecer invernal.
Sobre una mesita, en un ángulo del salón, una infinidad de fotografías.
El deseo inútil de detener el tiempo. Sonrisas y abrazos, mar y montaña, playas y desiertos, momentos y fechas importantes se entremezclaban entre un variopinto de trajes y colores.
Lía, su fiel amiga y compañera, reposaba en su regazo. Con su mano derecha le acariciaba su suave dorso. Gesto correspondido con lamidos amistosos. Señal de agradecimiento y amor para con su amo.
Sintió el deseo de agradecer. Agradecer por la vida que le había sido donada.
Por todo, hasta por las piedras que encontró en su camino, por los momentos difíciles, por los aciertos y fracasos...
Espontánea se le dibujaba una sonrisa en sus labios. Tantas cosas vividas. Tantos momentos pasados. Rostros se cabalgan en su memoria, situaciones, decisiones importantes que le llevaron a ser lo que es hoy.
Sin darse cuenta entra sigilosamente en el salón el amor de su vida. Quiere darle una sorpresa. Pero Lía, atenta siempre al mínimo movimiento echa por tierra su intención. Mueve su cola, se exalta, dando pequeños saltos de alegría.
Esta jodida Lía me ha descubierto. Carajo ya ni sorpresas se pueden dar en esta casa – dice echándose a reír – ahora venga acá mi querida cuadrúpeda. Deja tranquilos a sus pas y se queda tranquilita en su cuartico. – le dice mientras la toma en sus brazos, le da un beso en su cabecita, la acaricia y la lleva a la habitación de al lado, su lugar preferido.
Al regresar, mientras se dirige hacia él le pregunta: ¿Qué haces aquí tan solitario mi viejo querido?
Nada mi amor – le responde dulcemente - .
Aquí estaba disfrutando de este momento íntimo mientras llegabas – comenzó a decir – Daba gracias a Dios por todo lo que me había dado hasta ahora. Sobre todo daba gracias por ti. Por haberte encontrado en mi camino, cuando había perdido todas las esperanzas de encontrar el amor verdadero. Me has hecho tanto bien a lo largo de todos estos años. Hemos pasado tantas cosas juntos y hemos logrado superarlas. Nuestro amor se ha purificado en el crisol de la existencia. ¿Qué más puedo pedirle a la vida?
Lo escuchaba atentamente. Apoyó la cabeza en su pecho. Oyó latir su corazón. Aquel corazón que amaba con todas sus fuerzas. Un amor que se había reforzado con el pasar del tiempo. Le quitó la copa de su mano. Vertió más licor. Tomó un sorbo y sin pensarlo dos veces lo besó con pasión. Él bebió de sus labios el dulce néctar mezclado con su esencia. Se amaron como la primera vez.
Desnudos los sorprendió la aurora, envueltos en las sábanas tibias de una pasión compartida. De un fuego que no se había consumido a pesar del tiempo y la distancia.
Abrió sus ojos oscuros. Suspiró y mientras una lágrima se deslizaba saltando al vacío, mojando la almohada, susurró en silencio una sentida plegaria: “Gracias Señor, gracias” y de nuevo se abandonó al mundo onírico, con el amor entre sus brazos.
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