En un principio, fue la poesía. Y después nosotros. Nosotros que teníamos las manos amarradas al verso. Las manos desnudas ante la tempestad irrevocable de la poesía. Nosotros que siendo un poema de heridas y de sed inagotable, caminábamos solos.
Y el espejo era un vigía. Y la noche confabulaba sus preguntas en las elipsis cerradas de cada metáfora de amor y todas sus premoniciones. Y eso era todo.
Una mirada que se reconocía en la fe del poeta. Un silencio de olvido, una nostalgia del recuerdo que se sienta con nosotros, a beber su café de olvido. Una sombra que nos abraza la espalda y somos nosotros, seguimos siendo nosotros, en todos nuestros miedos.
Y de pronto...nos reconocimos. Las fronteras nos acercaron, el poema del otro se hizo un sueño colectivo. La risa ajena, el tacto ofrecido, se hizo una ofrenda que acalló los espantos de la soledad y del precipicio del vacío.
Y sin esperar nada, lo supimos. El otro era nuestra casa, un reflejo de nosotros en una persona que tiene también la poesía, como himno.
Y juntos formamos una patria, aprendimos que la poesía no solo es de sepia y de dolor, sino de esperanza y de vino.
Y así, sin más, nos tomamos una copa, ofrecimos nuestro hombro y juntos
juntos
hemos abierto los ojos
y estamos aprendiendo que las jaulas de los versos
también pueden abrirse
también permiten al poeta
ir más allá de la rima, ir lejos de su cuerpo
y juntos aprendimos
el significado de volar.